El Perro Cojo
La Niña me envía este poema que, aun no siendo la primera vez que lo leo, sigue haciéndome llorar.
Seguro que a vosotros también.
“EL PERRO COJO”
Manuel Benítez Carrasco
(Granada, 1922-1999)
Con una pata colgando
despojo de una pedrada,
pasó el perro por mi lado,
un perro de pobre casta.
Uno de esos callejeros,
pobres de sangra y de estampa;
nacen en cualquier rincón
de perras tristes y flacas,
destinados a comer
basuras de plaza en plaza.
Cuando pequeños qué finos
y ágiles son en la infancia,
baloncitos de peluche,
tibios borlones de lana,
los miman, los acurrucan,
los sacan al sol, les cantan.
Cuando mayores, al tiempo
que ven que se fue la gracia
los dejan a su aventura,
mendigos de casa en casa,
sus hambres por los rincones
y su sed sobre las charcas.
Y qué tristes ojos tienen,
qué recóndita mirada
como si en ella pusieran
su dolor a media asta.
Y se mueren de tristeza
a la sombra de una tapia,
si es que un lazo no les da
una muerte anticipada.
Yo le llamo: “pss, pss, pss.”
todo orejas asustadas,
todo hociquito curioso,
todo sed, hambre y nostalgia,
el perro escucha mi voz,
olfatea mis palabras
como esperando o temiendo
pan, caricias o pedradas;
no en vano lleva marcado
un mal recuerdo en su pata.
Lo vuelvo a llamar: “pss, pss, pss.”
Dócil a medias avanza
moviendo el rabo con miedo
y las orejitas gachas.
Chasco los dedos; le digo:
“ven aquí, no te hago nada
anda vamos, ven aquí”
y adiós la desconfianza.
Que ya se tiende a mis pies,
a tiernos aullidos habla,
ladra para hablar mas fuerte,
salta, gira; gira, salta;
llora, ríe; ríe, llora;
Lengua, orejas, ojos, patas
y el rabo es un incansable
abanico de palabras.
En su alegría tan grande
que más que hablarme, me canta.
“¿Qué piedra te dejó cojo?
Sí, sí, malhaya, malhaya”.
El perro me entiende; sabe
que maldigo la pedrada,
aquella pedrada dura
que le destrozo la pata
y él con el rabo me dice
que agradece la lastima.
“Pero tú no te preocupes
ya no ha de faltarte nada.
Yo también soy callejero,
aunque de distintas plazas
y a patita coja y triste
voy de jornada en jornada.
Las piedras que me tiraron
me dejaron coja el alma.
Entre basuras de tierra
tengo mi pan y mi almohada.
Vamos pues, perrito mío,
vamos anda que te anda,
con nuestra cojera a cuestas,
con nuestra tristeza en andas;
yo por mis calles oscuras,
tú por tus calles calladas;
tú la pedrada en el cuerpo,
yo la pedrada en el alma.
Y cuando mueras, amigo,
yo te enterrare en mi casa
bajo un letrero: “AQUÍ YACE
UN AMIGO DE LA INFANCIA.”
Y en el cielo de los perros,
pan tierno y carne mechada.
Te regalara San Roque
una muleta de plata.
Compañeros, si los hay,
amigos donde los haya,
mi perro y yo por la vida:
pan pobre, rica compaña.
Era joven y era viejo;
por mas que yo lo cuidaba,
el tiempo malo pasado
lo dejo medio sin alma.
Y fueron muchas las hambres,
mucho peso en sus tres patas
y una mañana, en el huerto,
debajo de mi ventana,
lo encontré tendido, frío,
como una piedra mojada.
Como un duro musgo el pelo
con el rocío brillaba.
Ya estaba mi pobre perro
muerto de las cuatro patas.
Hacia el cielo de los perros
se fue, anda que te anda,
las orejas de relente
y el hociquito de escarcha.
Portero y dueño del Cielo
San Roque en la puerta estaba:
ortopédico de mimos,
cirujano de palabras,
bien surtido de recambios
con que curar viejas taras.
“Para tí, un rabo de oro;
para tí, un ojo de ámbar;
tú, tus orejas de nieve;
tú, tus colmillos de escarcha;
tú -y mi perro reía-,
tú, tu muleta de plata.”
Ahora ya sé por qué está
la noche agujerada.
¿Estrellas? ¿Luceros? No.
Es mi perro cuando anda
con su muleta va haciendo
agujeritos de plata.
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